San Francisco, CA
Si alguna vez vas a San Francisco no olvides prender flores en tu pelo… porque San Francisco hace posible que vender poemas en las calles de Haigh Ashbury sea cotidiano. Que tras subir la cuesta más inclinada de la ciudad sólo quieras sentarte durante horas a contemplarla. Y que sientas ganas de escuchar a Scott McKenzie contínuamente. El Golden Gate se sabe símbolo indiscutible de la ciudad y se muestra orgulloso, si la niebla te lo permite. La niebla y ese frío húmedo que, en Alcatraz, te cala hasta los huesos. Ni el verano se atreve con la prisión. Tiene San Francisco su propio clima, su propia esencia. No es una ciudad cualquiera, desde luego.
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San Francisco, CA
Si alguna vez vas a San Francisco no olvides prender flores en tu pelo… porque San Francisco hace posible que vender poemas en las calles de Haigh Ashbury sea cotidiano. Que tras subir la cuesta más inclinada de la ciudad sólo quieras sentarte durante horas a contemplarla. Y que sientas ganas de escuchar a Scott McKenzie contínuamente. El Golden Gate se sabe símbolo indiscutible de la ciudad y se muestra orgulloso, si la niebla te lo permite. La niebla y ese frío húmedo que, en Alcatraz, te cala hasta los huesos. Ni el verano se atreve con la prisión. Tiene San Francisco su propio clima, su propia esencia. No es una ciudad cualquiera, desde luego.
Bodie, CA
Nadie diría al llegar a Bodie que durante la fiebre de oro, en 1879, llegó a tener 10.000 habitantes… pero el oro se acabó y la ciudad fue cayendo en el olvido. El tiempo fue arañando el esplendor de la que un día fue la ciudad más importante de California, dejando de ella sólo vestigios de su pasado. Me impacta especialmente el antiguo tanatorio. Con sus pequeños ataudes blancos, varados desde hace siglos, vacíos. La escuela, donde los pupitres acumulan polvo, alineados en filas perfectas, como si todos los alumnos hubieran decidido levantarse y huir de golpe. Las casas amuebladas, las camas hechas, la mesa puesta… pero lo peor es el silencio. El silencio lo inunda todo. En Bodie no se escucha ni a los turistas. Es como si las minas absorbieran sus palabras. Callad, parecen decir. Y algo en tu interior te hace respetarlo sin saber. La ciudad no perdona a los intrusos.
Ruta 66
De Williams a Los Ángeles. Un tramo de carretera que se descolgó del tiempo. Aquí no hay segundos, sólo kilómetros. A veces tengo la sensación de estar en un decorado. Como si todo hubiera sido abandonado estratégicamente, para propiciar la fotografía turística. Ruedas olvidadas apoyadas en un poste. Vehículos que hace ya años que no circulan posando tras cada selfie. Y buzones, cientos de buzones a cada lado de la carretera. Como si esperaran, impacientes, alguna carta extraviada. O una postal. Quién sabe. En el fondo tiene algo demasiado auténtico, que no se puede forzar, enterrado bajo un millón de souvenirs. El desierto de Arizona no perdona. California lo sabe y por eso te recibe con una sonrisa. Y decenas de Taco Bell en ostentosos centros comerciales de carretera. Curioso contraste.