Me despierto en Astoria, hoy voy a aprovechar la mañana para conocer el barrio. Salgo de casa hacia la avenida Steinway, una zona de tiendas y restaurantes. Tengo que hacer algo de compra, así que entro al supermercado. Me encantan los supermercados americanos porque tienen muchísimos productos que desconozco, podría pasarme las horas muertas deambulando entre sus estanterías. Compro algunas cosas que necesito y otras que no y después voy a desayunar a una cafetería cercana. Chai latte de vainilla y un donuts de calabaza. Las calabazas se han apropiado de la ciudad. Rara es la esquina que no tiene una torre de ellas o la cafetería que no ofrece algo sabor pumpkin en su menú. Me fascina la manera en que Nueva York se ha teñido de naranja. Es como si la ciudad tuviera sus propias estaciones, los colores naturales que el otoño ha traído y el naranja artificial que sus habitantes han puesto en ella. Todo conviviendo y haciendo de la gran manzana, por unos días, una gran calabaza naranja.
Dejo las compras en casa y voy al metro, hasta la 59 con Lex. Quiero coger el teleférico de Roosevelt Island, pero antes una parada obligatoria: Dylan’s Candy Bar, una tienda gigante de dulces con tres plantas, la última es un bar.
El teleférico está en la 60th st con la 2nd ave. Se accede con la metrocard y conecta Manhattan con Roosevelt Island, una isla residencial con un parque y unas impresionantes vistas a la ciudad. Poco que hacer aquí salvo pasear viendo atardecer Manhattan. La subida y la bajada entre los enormes edificios de la ciudad también impresiona bastante.
Regreso a Lexington ave y cojo el metro hasta la 14th st. Union Square, otra vez. Quiero subir caminando por la 6th ave hasta la 42th st, Bryant Park. Hay un par de tiendas que quiero ver por el camino, así que voy sin prisa.
Estoy un par de horas entre paradas y demás. Cuando anochece compro una bandeja de sushi en Trader Joe’s y subo a Bryant Park. El parque está lleno de mesas y sillas públicas, así que aprovechando la noche veraniega que tenemos hoy, cojo una con una maravillosa vista del Empire State y me siento a cenar. Sólo se me ocurre una cita mejor para esta noche, pero está demasiado lejos. Hoy me quedo aquí, en el corazón de la gran manzana, con el Empire State iluminado en color blanco frente a mí y el bullicio de la ciudad como banda sonora. Los operarios preparan lo que parece una pista de patinaje. Turistas perdidos, usuarios de este restaurante urbano. Todos tan cerca y tan lejos. Porque aquí no hay nadie más que yo ahora mismo. Yo, Manhattan y esta manera de enamorarme de la ciudad más indomable del mundo. Porque Manhattan tiene algo que te penetra la piel. Será por eso que los neoyorquinos se vuelven de piedra. Es la única manera que veo de acostumbrarse a este lugar.