Último día completo en Nueva York. Me levanto por la mañana y cojo el autobús 60, el del aeropuerto de La Guardia para ir a Manhattan. Las vistas de las ciudad son alucinantes. Bajo en la 125th st y cojo el metro hasta la 34th st. De ahí al PATH, en la 33rd con Herald sq. Mi destino es Hoboken, en New Jersey.
En el metro me quedo hipnotizada durante un rato con un hombre que toca el saxofón mientras otro, ayudado por su muleta, baila al ritmo de la música. Son increíblemente buenos.
Sigo hacia el PATH, el viaje no entra con la Metrocard y tengo que sacar una tarjeta con dos viajes.
Hoboken es otro mundo. No termino de acostumbrarme a la sensación de estar tan cerca de la ciudad y tan lejos al mismo tiempo. Paseo por el waterfront, donde la gente está tomando el sol en el césped disfrutando de unas maravillosas vistas de la ciudad protagonizadas por el Empire State. La tranquilidad de este lugar resulta cativadora. Una gaviota se apoya en la barandilla y me resulta mágico verla ahí, con los rascacielos de Manhattan de fondo, mientras la brisa marítima me revuelve el pelo.
Un hombre que está pescando se ofrece a hacerme una foto. Es puertorriqueño, nacido y criado aquí en Hoboken. Me explica que el río Hudson no empieza hasta pasado el puente Washington, por lo que el agua en este punto es salada y ofrece buena pesca. Me enseña algunas fotos de sus capturas más recientes. Dice que Hoboken ha cambiado mucho en los últimos 40 años, ahora es más ciudad, aunque sigue siendo más tranquilo que Manhattan. Hablamos sobre la vida, me explica que el concepto de los neoyorquinos se basa en trabajar mucho para hacer dinero, pero él cree que la vida es otra cosa, el dinero está bien si se puede disfrutar, dice. A fin de cuentas cuando te mueres no te lo puedes llevar contigo y lo que queda aquí sólo sirve para que tu familia discuta. Le hago un retrato con Manhattan de fondo. Me dice que para ver la ciudad hay que venir aquí, cuando estás dentro de ella no eres capaz de apreciar su belleza. Para entender lo que tienes a veces es necesario alejarte de ello. Es como cuando viajas, continúa, puedes estar en un sitio pero para saborearlo necesitas conocer a su gente. El verdadero sabor de una ciudad son sus habitantes. Sonrío al escucharle, es lo que llevo pensando desde que llegué. Charlamos un rato más y después me da algunas indicaciones. Me asegura que algún día irá a Europa, es junto con visitar Egipto el sueño que le queda por cumplir. Nos damos la mano y le desea que pase un buen día. Yo hago lo propio con su mañana de pesca y después prosigo con mi paseo un rato más, hasta que cojo de nuevo el PATH para ir a Manhattan.
Me bajo en la 14th st y casi por inercia camino hacia Union Square. Pienso en lo recurrente que ha sido este lugar durante todo el viaje. Un sitio donde expresarse con libertad, como me dijo el jugador de ajedrez. Quizás sea por eso que todos mis pasos acaban regresando aquí, por lo que he terminado sin darme cuenta dentro del círculo de la buena suerte. Me gusta este lugar porque me hace sentir libre, me hace sentir yo. Por eso me gusta Nueva York. No me juzga, no me exige. La ciudad penetra en ti y te vuelve parte de ella, te acepta sin probarte primero. Me siento una más en esta vorágine de desconocidos. Pienso en la razón que tenía el pescador de Hoboken: el alma de esta ciudad es su gente. Nueva York es de quienes la habitan pero también un poco de quienes pasan por ella. Alguien me dijo que no me encontraría a mi misma en Nueva York y tenía razón: yo ya estaba antes, soy la que vino. La ciudad no me ha cambiado pero no puedo evitar sentir que, durante el tiempo que he estado aquí, tanto la ciudad como yo hemos sido otras. Las mismas pero distintas. De esa manera en la que un tú y yo nunca tendrá la fuerza de un nosotros. Juntas hemos sido más. Y mañana, cuando me aleje de aquí, volveré a ser quién era antes de aterrizar… Y, pese a no haber cambiado nada, habrá cambiado todo.
Me quedo un rato largo en Union Square. No quiero estar en ningún otro lugar, ahora mismo lo tengo todo. Y me siento bien.
Un mensaje de Jenn me despierta, hemos quedado en Brooklyn para cenar. Bajo al metro y cojo el Q sin mirar el plano. Me encanta esta sensación de saber dónde voy, este punto en el que la ciudad ha dejado de ser mi enemiga para convertirse en mi aliada.
Jenn me está esperando en la puerta del restaurante, un italiano que pertenece a su primo situado en Prospect Park.
Cuando acabamos de cenar bajamos juntas al metro, promete venir de visita a España pronto y nos despedimos con mucha pena. Es triste que esté tan lejos, aunque sé que mantendremos el contacto. Llevamos haciéndolo un año.
Mientras hago transbordo en Times Square me despido mentalmente de la ciudad. La gente sigue su camino, siempre con prisas, siempre esperando a que te apartes. Mañana no estaré aquí y la ciudad será la misma que era antes de que yo llegara, la misma que ha sido siempre. Y sólo yo sabré cómo se sentía entonces.