El último día que pasas en un lugar que te ha marcado tiene un sabor agridulce. Es como una despedida consciente, en la que sabes que se acerca un adiós y a la vez aún te quedan momentos, olores y sabores por capturar. Así que abres más los ojos, agudizas el oído y preparas el paladar para llevarte tanto como puedas de ese sitio, para que al irte una parte se vaya contigo, la parte que tú has vivido.
Nos despertamos nuestro último día en La Habana con ganas de aprovechar cada minuto que nos queda en la ciudad. Empezamos el día en Habana Vieja, desayunando en el Museo del Chocolate. Aquí se pueden probar varios tipos de chocolate a precios bastante económicos (1 CUC el vaso de chocolate frío, 0’45 CUC el caliente) mientras se aprende un poco sobre la historia del chocolate en Cuba. Además, justo en la esquina hay un churrero que vende conos repletos de churros por 0’5 CUC. Por si fuera poco, por la calle nos compramos pan de coco (delicioso) a 5 CUP.
Después de dar un paseo por el centro, optamos por ir caminando hasta la Universidad de la Habana. Es un trecho, casi una hora de caminata, pero nos encanta recorrer las calles de esta ciudad. Además, así descubrimos el barrio Chino, del que tanto nos han hablado en distintos sitios de Cuba. No deja de ser curioso ver restaurantes chinos en las calles de La Habana, atendidos por cubanos. Cuando llegamos a la Universidad.. es impresionante. Nos quedamos un rato allí sentados disfrutando de las vistas hasta que nos entra hambre.
Decidimos ir al Castillo de Jagua, un sitio que queda cerca y que tengo apuntado como restaurante de moneda nacional. Cuando llegamos, parece estar vacío, pero no. Está abierto aunque no hay nadie. Como no tenemos mucha hambre, ya que hemos desayunado contundente y tarde, pedimos un plato para los dos. Pollo especial de la casa por 70 CUP. Después de esperar más de una hora en un restaurante absolutamente vacío, vamos a decir que si no nos sirven la comida nos vamos a ir. Nos encontramos con las camareras dormidas encima de la mesa, que nos dicen que ya sale la comida, que había otros clientes antes que nosotros. Tremendo. Cinco minutos más tarde nos traen un plato, que no es lo que hemos pedido y sin guarnición. Comemos por no esperar más y porque ya sí que tenemos hambre, pero al pagar dejamos claro que sabemos que no nos han puesto lo que habíamos pedido. Aún así nos discuten y tratan de hacernos comulgar con ruedas de molino.
Bajamos hasta Coppelia a por unos helados. El sitio está dividido en dos partes: un acceso, sin colas, para turistas y otro para locales con pago únicamente en moneda nacional. Para este sí hay colas, divididas en varios sectores, con distintos sabores de helado en cada uno. Cuesta un poco ubicarse y todo el rato intentan desviarte a la zona de extranjeros, donde los helados valen 25 veces más. Finalmente encontramos una entrada sin cola y pasamos a la barra, donde nos comemos tres bolas de helado de guayaba y un trozo de tocinito de cielo por 8 CUP. Lo curioso es que la gente se pide ensaladeras de 5 bolas de helado, pero 3 o 4 por cabeza. Alucinante.
Desde allí, bajamos por el Malecón hasta el centro. El tiempo se nos acaba, así que hacemos un recorrido rápido por el centro y compramos algunos recuerdos. El famoso parche para nuestras mochilas y, por fin, la mermelada de guayaba que llevaba todo el viaje buscando. Para rematar la tarde, nos tomamos una piña colada en Hanoi con nuestras últimas monedas.
A las 19 horas A y N nos esperan en la puerta de nuestra casa, donde nos poco después nos recoge el taxi que nos llevará al aeropuerto. Nos cambiamos de ropa, poniéndonos la de invierno y nos despedimos con tristeza del país que tanto nos ha aportado, en el que tan felices hemos sido y al que con tanto cariño recordaremos.