Empieza un nuevo viaje con nuestra pequeña, y esta vez incrementamos el desafío: dos vuelos y una escala, frío y un road trip repleto de paradas y excursiones diarias… ¿sobreviviremos a este viaje a Noruega con bebé?
Llegada: dos vuelos, escala en Ámsterdam y “cochazo” eléctrico bajo la lluvia
Llegamos al aeropuerto más cargados que nunca: maleta facturada, mochilas, porteo… y nuestra bebé convertida en imán de sonrisas. Todo el mundo le dice algo y al final nos vamos parando cada dos por tres. Tras facturar la maleta, pasamos por el control especial de familias y a la salida cogemos un carrito del aeropuerto, para aliviar un poco el peso. Primera victoria.
En el embarque, pasamos los primeros, y una vez en el avión nos dejan un asiento libre al lado. La verdad es que genial con KLM, además nos dan un sandwich y un pastelito de postre, café y bebida: pequeños lujos que no se ven con frecuencia ya en vuelos tan cortos. La peque despega seria, llora un rato, posiblemente por la presión en los oídos, y se queda dormida con el biberón; el truco infalibre para cualquier viaje con un bebé.
Hacemos escala en Ámsterdam. Inicialmente teníamos 1 hora, pero el vuelo siguiente sale 40 minutos tarde. Llamamos al alquiler de coche para avisar de la llegada más tarde y confirmar sillita infantil. Todo ok: nos explican que funciona con self check-in, la verdad es que muy cómodo cuando se llega a estas horas o hay retrasos inesperados. En el segundo embarque, repetimos suerte: prioridad de embarque, asiento contiguo libre y otro tentempié. La peque arranca con llanto breve y vuelve a dormirse; aterriza dormidísima, como si se hubiera teletransportado a Noruega.
Ya en destino, esperamos nuestra maleta (no estamos acostumbrados). En la oficina de alquiler de coches solo queda un mostrador abierto y nos envían al parking exterior. Hace fresco, pero nada que no se solucione con un abrigo. Esperamos una cola corta para el self check-in, donde nos hacen escáner del carnet de conducir e introducimos la tarjeta de crédito (ING nos mete 7 € de comisión por cambio de divisa) y… ¡premio! Un SUV eléctrico tremendo nos está esperando a escasos metros. Al principio nos peleamos con los mandos, pero a los dos minutos ya le he pillado el truco.
La casa está a 17 minutos, por calles estrechas en la montaña. Pasamos justitos, un coche tan grande es lo que tiene, y aparcamos frente a la valla. Toca el último esfuerzo: muchos escalones para subir la maleta grande bajo la lluvia y ya colocar las cosas de una manera más cómoda para el resto del viaje. La casa es muy agradable. La peque, en cambio, decide que dormir hoy no toca: ha ido enlazando siestas en los aviones y en el coche y ahora está en modo exploración. Probamos con luces bajas, paseo por el pasillo y canción suave. A la 1:30 caemos por fin los tres.
Descubriendo Bergen
Amanece lloviendo, pero arrancamos sin prisa y cuando salimos de la casa, de momento, es sin agua. Nos hemos puesto el forro polar: hace fresquito pero es llevadero y contamos con esa luz noruega tan bonita que lo arregla todo. Camino del centro confirmamos por teléfono que el coche tiene AutoPASS. No tenemos claro dónde aparcar y dónde no, pensábamos que tendríamos algún tipo de bonificación pero, sorpresa, aquí todo son vehículos eléctricos. Aparcamos junto a Bergenhus con EasyPark, que cuesta la friolera de unos 4 € la hora, así que de momento lo dejamos 1 hora.
Nos acercamos a Bergenhus, la fortaleza que guarda la entrada al puerto desde hace siglos. Dentro están dos iconos: Håkon’s Hall, el gran salón de piedra medieval (s. XIII), construido por el rey Håkon Håkonsson para banquetes reales —dicen que en 1261 acogió la boda de su hijo con 2.000 invitados—, y la Torre de Rosenkrantz, residencia-torre del gobernador Erik Rosenkrantz (s. XVI) con mazmorras y cañoneras en la parte alta. El recinto tiene cicatrices: en 1944, la explosión del barco municionero Voorbode en el puerto reventó gran parte de la zona; Håkon’s Hall quedó en pie “solo por las paredes” y se restauró en los años 50.
Bergenhus se ve rápido. Lo mejor, las vistas al puerto con barcos enormes—parecen de rescate—y el ambiente. De ahí a Bryggen, la hilera de almacenes de madera ligada a la Liga Hanseática (comercio a lo grande entre los siglos XIV y XVI). Ha sufrido incendios una y otra vez —el grande de 1702 lo arrasó y el último serio fue en 1955—, pero el barrio se ha reconstruido siguiendo técnicas tradicionales, por eso hoy seguimos entrando por sus pasajes y crujidos como si estuviéramos en el medievo (solo que ahora hay tiendas y cafeterías). Cruzamos luego al otro lado de la bahía para contemplar Bryggen con niebla y montañas al fondo; postal total, aunque los enormes yates pinchan un poco el globo.
Bajamos al mercado de pescado (Fisketorget). El mercado funciona desde el siglo XIII como punto de encuentro entre pescadores, granjeros y ciudad. Hoy conviven los puestos al aire libre con una zona cubierta anual, y la mezcla de curiosos, turistas y locales le sigue dando vidilla, incluso cuando cae el chaparrón. Es caro pero no escandaloso. Renovamos el parking y pensamos que deberíamos haber dejado el coche cargando.
Una ruta escénica por la E16
Tras la visita de Bergen, nos alejamos un poco del centro… justo a tiempo porque empieza a diluviar. Paramos en un Rema 1000 para hacer la compra y aprovechamos que hay cargadores eléctricos. Nos comemos unas empanadas riquísimas dentro del coche mientras carga del 76 % al 100 % en 1 hora. La interfaz fácil de utilizar y el precio sorpresa… hasta pasado un rato no nos llega la «factura»: 400 NOK.
Salimos por la E16 hacia el lago Vangsvatnet. Es una carretera “escénica” preciosa, pero tiene pocos apartaderos, mucho camión, túneles y anchura justita: puede agobiar. Aun así, el paisaje compensa. El lago, bien, sin más, pero cada vez que arrancamos suena la canción favorita de la peque y la banda sonora mejora.
Con tiempo de sobra, metemos el mirador Hedleberget en ruta: carretera rural, indicaciones reguleras, pero la vista merece la pena. Seguimos por una secundaria bordeando otro lago, más bonita y tranquila. Paramos en Nesheimstunet, antiguo asentamiento vikingo convertido en museo al aire libre: fotogénico y con ese silencio de interior. Y, de remate, Tvindefossen: una cascada enorme e imponente, con un viento que casi nos despeina el carrito. Bonus: 30 minutos de parada gratis, ya que no cobran por estacionar.
A las 19:00 llegamos al camping… y nos lo encontramos cerrado. Llamamos y metemos la pata: hemos llamado a otro camping con el mismo nombre, pero en otra ubicación. Con razón nos decían que no tenían ninguna reserva a nuestro nombre. Marcamos al correcto y aparecen a abrir. La recepción está en un supermercado Joker: cometemos el error de volver a pagar con la tarjeta de ING y nos clavan otros 5 € de comisión por el cambio, menudo descuido absurdo llevando encima la Revolut... En fin, la cabaña de madera está apañada y tiene de todo, aquí pasaremos dos noches. Preparamos para cenar pasta al pesto, lavamos algunas cosillas a mano y dejamos preparados unos bocatas para mañana. Cerramos el día escuchando la lluvia en el tejado del bungalow. Mañana madrugamos, tenemos una excursión muy intensa prevista.