El lugar donde fuiste feliz
El lugar donde fuiste feliz

El lugar donde fuiste feliz

Paseo por las calles de Lisboa, familiares y ajenas al mismo tiempo, mientras en mi cabeza resuena aquella canción de Sabina: «al lugar donde fuiste feliz no debieras tratar de volver». Qué certera la letra, y qué daga más dolorosa. ¿Qué será esta? ¿La doceava vez? ¿La trigésima? Son más de una docena, seguro.

Lisboa y yo nos conocemos bien. Quizás por eso ahora me siento con la confianza de mirarla a los ojos y decirle: “no te reconozco”. ¿Dónde quedaron los fados, los azulejos, esas arrugas que te definían? Donde estaba la tienda en la que una vez probé la ginja por primera vez, ahora hay un guardaequipajes. Los pasteles de nata y el bacalao son hoy franquicias. Y en vez de fado, algún artista de los que enloquecen a los jóvenes suena desde los altavoces de un tuk tuk. Te diría que te veo y no te reconozco, pero sí lo hago: eres igual que todas. Igual que mi Madrid, que tanto duele. Una ciudad cualquiera. Una ciudad más.

En los balcones de Alfama, la ropa colgada me habla de la resistencia, mientras que los candados junto a las puertas me cuentan cada batalla perdida. Donde hubo un vecino, parecen decir, ahora hay un turista. Y yo me pregunto: ¿qué quedará de este barrio cuando todos se hayan ido? ¿Qué visitarán los que llegan? ¿Su pasado? ¿Su historia? ¿Quién quiere recorrer calles vacías y ciudades sin alma? ¿Quién busca decorados replicados en distintos puntos geográficos?

Siendo viajera, no entiendo este turismo. De franquicias y lockers, de tuk tuks y fast food. De pretender que todo sea igual en lugares distintos, y de encontrar fuera de casa ese confort que solo da el hogar. Yo, que viajo para desubicarme, para perderme, para descubrir todo lo que me es ajeno… aquí estoy, reconociendo en la ciudad de la que me enamoré hace once años vestigios de otros lugares. Lugares comunes a kilómetros de distancia, sin identidad, sin alma.

Regresamos a ese lugar donde ocurrieron tantas primeras veces. Donde empezó un amor que hoy nos multiplica. Se nota distinto, algo ha cambiado. El mismo local, sí, pero no la misma gente. Todo es más frío, más áspero, más distante. Ya no hay mesas abarrotadas, ni ruido, ni risas entre choques de cristal. Reconocemos los platos del menú y, sin embargo, nos saben diferentes. Nos cuentan que los herederos de la propietaria original vendieron el lugar a un grupo hostelero que busca hacer más dinero, subiendo precios y recortando calidad, aprovechando la nostalgia, la fama, el boca a boca atesorados durante años. Y esa última comida, porque será la última, sabe a melancolía y derrota.

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