Yo no quería volver a Japón. Lo admito sin rodeos, por impopular que parezca. Llevaba años posponiendo el viaje, buscando excusas que en el fondo se reducían a una sola: ya estuve allí. Japón fue mi primer gran destino, con 22 años y unas ganas inmensas de ver mundo. Viajar era distinto entonces. No existía Instagram y la ruta no la dictaba un algoritmo, sino una guía de Lonely Planet que el padre de una de mis compañeras guardaba en su estantería, soñando con un viaje que nunca hizo. Cuántos sueños, pensé, se quedan con demasiada frecuencia cubriéndose de polvo entre los libros.
Recuerdo aquel febrero helado, la sensación de estar perdida en Kioto mientras buscábamos nuestro ryokan sin conexión a Internet. La emoción de estar lejos y de que todo resultara nuevo; esa mezcla de vértigo y entusiasmo de quien no sabe qué se va a encontrar. Entonces los destinos aún podían sorprenderte. No eran un puñado de vídeos virales comprimidos en segundos.
Pero no todo era romántico. Comunicarse era difícil, el idioma parecía una muralla infranqueable, y orientarse sin mapas en el móvil garantizaba varias vueltas de más, cuando no resultaban en una pérdida irremediable. Tampoco sabías si el restaurante elegido era un acierto o un fiasco, o dónde encontrar esa tarta de queso tan esponjosa. No entendías lo que ocurría a tu alrededor y no podías resolverlo al instante con una búsqueda rápida.
A cambio, tenías algo que muchos hoy echamos de menos: la sorpresa pura, la expectación de llegar a un lugar que sólo habías visto en una foto suelta entre las páginas de una guía desgastada. Lo inesperado.
No quería volver porque me sentía saturada por las redes. Cada rincón parecía haberse convertido en el escenario perfecto para un reel. ¿Qué podía aportarme regresar? ¿Cómo volver a sorprenderse en uno de los países más fotografiados del planeta?
La respuesta nos la dio nuestra hija de siete meses: baja la mirada. Agáchate y colócate a la altura de un niño. Mira lo cotidiano desde abajo: las caras distraídas, la prisa, la rutina… y, de pronto, la sonrisa espontánea de un desconocido en un vagón abarrotado del metro de Tokio. Ese segundo en el que la multitud se difumina y sólo queda un bebé de setenta centímetros viendo un mundo que le devuelve gestos amables.
Y entonces, efectivamente, todo cambia. La ciudad, la gente, la luz. Ya no ves lo mismo que has visto mil veces en redes porque tú no miras como ellos. Tu mirada se vuelve más simple, más limpia, más humana. Ves personas, no escenarios. Movimiento, no poses. Colores, no filtros.
El ritmo del viaje se desacelera. Se mezclan templos y restaurantes con búsquedas de pañales, cambios improvisados, salas de lactancia y parques públicos. Se pierden las horas sobre un tatami, mientras tu bebé aprende a gatear. Descubres un mapa paralelo de la ciudad, uno que no aparece en guías ni en vídeos: la vida en miniatura que habitan los niños del país del sol naciente. Y allí, en esos espacios humildes, entiendes algo que no aparece en ninguna recomendación turística: que a veces, para redescubrir un lugar, basta con cambiar la altura desde la que lo miras.
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Volver a Japón no me devolvió la sorpresa de mis 22 años. Me regaló otra distinta: la de descubrir que el viaje no depende del destino, sino de los ojos que lo miran. Y esta vez, esos ojos estaban a setenta centímetros del suelo.