Día de verano en Manhattan. Jenn ha venido a buscarme para ir a desayunar juntas. La veo en el cruce de Broome con Mott. Nos saludamos con una sonrisa y, cuando el semáforo se pone en verde, con un enorme abrazo. Me dice que hace justo un año que no nos vemos. La última vez fue en Madrid, cuando la alojé en mi casa. Ella es couchsurfer, como yo. Pienso en lo fácil que resulta todo con algunas personas. No llevamos ni cinco minutos juntas y ya no podemos dejar de hablar. Hemos mantenido bastante el contacto durante este año, por lo que estamos al corriente de nuestras respectivas vidas. Aún así, nos lo volvemos a contar todo de nuevo, ampliando detalles.
Vamos a una cafetería que hay junto a mi portal. Llevo días viéndola al pasar y tengo ganas de entrar. Se llama Two Hands. Nos pedimos un Chai Latte y algo que nos recomiendo el camarero, que resulta ser una especie de yogur con cereales y frutos rojos.
Mientras desayunamos hablamos un poco de todo, de trabajo, de amor, incluso filosofamos sobre la vida europea y la neoyorquina. Terminamos de comer y bajamos hasta Grand st. Chinatown está hasta arriba de gente. Los puestos de comida invaden las calles. Me llama poderosamente la atención una especie de fruta que no he visto nunca. Jenn pregunta a una mujer y nos explica que es fruta del dragón.
Me gustan los carteles de las calles, en inglés y en chino. Recuerdo la primera vez que estuve aquí y me parece que el barrio a crecido. Jenn me lo confirma, cada vez ocupan más calles. Han pasado cinco años, no quiero imaginar cómo estará esta zona dentro de diez.
Seguimos caminando hasta llegar al East River. Me fascina la forma en que evoluciona el paisaje. Hemos llegado al Lower East Side, una zona de edificios de apartamentos que no parece en absoluto Manhattan.
Lo cierto es que queríamos ir hacia el oeste, pero con tanta charla nos hemos despistado. Subimos hacia Alphabet city, un barrio que nunca había visitado. Nunca termino de acostumbrarme al contraste entre los distintos barrios de Manhattan. Alphabet es una zona más latina, con huertos urbanos cultivados entre vecinos y niños jugando en el patio del colegio. Más barrio y menos ciudad. Caminamos hasta la 14th st para coger un metro que nos lleve a la otra punta de Manhattan.
De ahí, transbordo a Penn station, donde Jenn tiene que coger su tren a Long Island. Quedamos en vernos la semana que viene y, antes de que se vaya, hago una foto de su sonrisa.
Cruzo hasta la 5th ave, esquivando a todos los vendedores de tickets para el Empire State que invaden las aceras. Bajando por la 5th me encuentro con una Iglesia. Llama mi atención porque tiene cientos de lazos amarillos y azules colgados de su valla. En cada lazo hay escrito un nombre. Finalmente encuentro un cartel que explica lo que es: un homenaje a los caídos en Iraq y Afganistán. Los amarillos son los estadounidenses y los azules los iraquíes y afganos. Cada lazo ha sido colgado por alguien que reza por ellos.
Sigo bajando hasta llegar al 230th de la 5th ave. En la azotea hay un bar al que se accede de manera gratuita y que tiene unas vistas fabulosas del Empire State. La buena temperatura se nota, la terraza está abarrotada. Hago algunas fotos y me quedo un rato disfrutando de la vista.
Lo siguiente que me encuentro bajando por la 5th es el Flatiron. Me fascina este edificio. Me encantaría que la calle se vaciara para poder fotografiarlo desde todos los ángulos posibles. Pero no es viable. Hago al gunas fotos pero ninguna le hace justicia. Es, simplemente, perfecto.
Sabiendo que volveré a verlo antes de irme, sigo mi camino hasta la 14th. Union Square. Hay un mercadillo de cultivo ecológico en la plaza que parecen protagonizar las cabalazas, la ciudad entera huele a Halloween. La decoración va creciendo desde que he llegado de manera lenta pero constante. Manhattan se tiñe de naranja poco a poco.
Me siento en la plaza, junto a los jugadores de ajedrez. Son varios. La gente se acerca a ellos y apuesta, quien gana la partida se lleva el dinero. Normalmente no duran más de diez minutos, pero una chica tiene a uno de ellos contra las cuerdas. Tienen un nutrido grupo de espectadores alrededor. Parece que la partida es buena.
A mi izquierda un grupo de chavales baila breakdance. Resulta hipnótico ver como se contorsionan. Uno de ellos, que lleva unas dilataciones enormes en las orejas, retuerce sus brazos de una manera que me resulta anatómicamente imposible. Detrás de ellos un chaval posa con un cartel de abrazos gratis. Me fijo un rato en él y me sorprende que mucha gente se hace una foto con él, pero pocos se animan con el abrazo. Así es la sociedad en la que vivimos: la realidad es una consecuencia indirecta de nuestra nueva foto de perfil. Vivimos para las apariencias. No es lo que hacemos, es lo que parece que hemos hecho.
Al fondo de la plaza se ha juntado un grupo de gente, llevan carteles que denuncian el terrorismo de ISIS y su apoyo a Kobane. A su lado tres hombres piden a los cristianos que se unan a ellos, llevan un cartel que dice “Bad things are coming”. Estaban antes de que llegasen los otros, así que deduzco que no tienen nada que ver… aunque es una de esas casualidades inquietantes. Frente a ellos varios chavales juegan a dar toques de balón. Otros están haciendo piruetas con sus bicicletas.
Me quedo un buen rato en la plaza sentada, observando a la gente. Después entro en una de las tiendas de enfrente, a ver la plaza desde lo alto mientras anochece. Me fascina la vida que tiene este lugar, la manera en que todo confluye en un mismo punto sin necesidad de guardar relación alguna. Es armonía. Un mismo espacio y tantas posibles interpretaciones… y que todo parezca desde las alturas una danza perfectamente sincronizada.
Se ha hecho de noche y empieza a refrescar. Compro algo en Whole Foods y cojo el metro de regreso al apartamento.