Amanece lluviosa Manhattan. Es un día gris, de esos que apetece pasar en casa, con un buen libro junto a una ventana llena de gotas de lluvia… pero estoy en Nueva York. La simple idea me empuja a salir. Me calzo mis botas de agua y salgo hacia Canal st.
Chinatown nunca deja de sorprenderme. Es como una ciudad dentro de la ciudad. Un refugio, supongo. O un guetto. Resulta impresionante comprobar hasta que punto este barrio se ha convertido en un pedacito de China. No hay nada americano aquí. Si no fuera porque los precios están en dólares, pensaría que estoy en pleno Pekín.
Me compro un paraguas. Muy habitual en mí meter botas de agua en la maleta y no un paraguas. De camino a la estación tengo que refugiarme varias veces en las tiendas y supermercados de Chinatown. A cada paso encuentro algo que no conocía, ya sea una fruta, una verdura o un pescado. Una mañana tengo que venir a comprar algo y probarlo.
Cojo el metro en Grand st, dirección Uptown. Voy a la Biblioteca pública de Nueva York. He creído conveniente buscar algún lugar techado dada la que está cayendo y la biblioteca, a parte de preciosa, es un sitio especial para mí. Me bajo en Bryant Park y anoto mentalmente volver al parque otro día, a ser posible soleado, mientras corro hacia la biblioteca. Me empapo igualmente.
La biblioteca es impresionante. Por tamaño y por lo bonita que es. Resulta casi hipnótico pasear por ella. Las salas son majestuosas. Para mi desgracia, la Rose Main Reading Room está cerrada por reformas. Toda la maldita ciudad parece haberse puesto de acuerdo para hacer obras a la vez. Me conformo con visitar el resto de salas y ver la biblia de Gutenberg que tienen expuesta. Me quedo un rato paseando por sus pasillos, pensando en la cantidad de historias que se habrán leído aquí dentro o, quizás, incluso escrito. Todo aquí parece oler a literatura. Me fascina.
Sigo por la 42th st hasta Park Ave. Voy a Grand Central Station. La lluvia no cesa y la estación me parece el sitio perfecto para pasar otro rato largo. Me fascinan los lugares en los que confluyen los viajeros. Los que llegan y los que se van. Con sus prisas, su equipaje, sus planos, sus nervios, su morriña… Me podría pasar las horas muertas jugando a adivinar de dónde vienen o a dónde van, qué tipo de viajeros son, qué dejan atrás, qué esperan encontrar. Tengo la impresión de que las estaciones cuentan historias, sólo hay que estar dispuesto a escucharlas.
Salgo de la estación con intención de ir a Chelsea, pero no llego ni a la vuelta de la esquina. Diluvia. Me resguardo en un café cercano y hago tiempo tomando un Chai Latte. Pero la lluvia no cesa, así que pienso en un plan alternativo. Lo único que se me ocurre es ir de compras, así que me aventuro a salir a la calle y pongo rumbo a la 34th st.
Macys está imposible hoy. Se une el sábado a la lluvia y dan como resultado una aglomeración insufrible de gente. Paseo un rato por el edificio. Me gustan especialmente sus escaleras mecánicas de madera, espero que no las reemplacen jamás por unas de las modernas, estas tienen encanto. Aunque, para variar, la mitad de la tienda está en obras.
Salgo a la calle, parece que ha dejado de llover y ha salido el sol, pero yo aún estoy calada. Me empieza a doler la garganta y me encuentro un poco mal, posiblemente porque he cogido frío. Entro a un Duane Reade y busco algo para el dolor. Nunca deja de asombrarme que en Estados Unidos se vendan los medicamentos con semejante facilidad. Cansada y un poco enferma, sigo hasta la 6th ave para coger el metro. Un cielo despejado con el Empire State iluminado en blanco de fondo parece reírse de mí. Nueva York hoy ha podido conmigo, sin lugar a dudas.