Me dejé una parte de mí misma encadenada al puente de Brooklyn. Era un principio al que juré evitarle los finales. Con las manos heladas y el sonido lejano del East River engullendo las dos llaves que arrojé como música de fondo.
Regresé, años más tarde, como un huracán a la gran manzana. Pero para entonces los infinitos ya empezaban a extinguirse. Caminando sola por el Soho la noche previa a la tormenta entendí que necesitaba recuperar aquella ciudad. Que necesitaba deslocalizarme por completo para volver ubicarme de nuevo. Para saber qué suelo quería pisar con mis zapatos verdes.
Después pasó el tiempo. Pasó que dejé de ser la misma que había iniciado aquel viaje. Y aún así un parte de mí aún se hundía en algún lugar entre el muelle 15 y el 1. Entonces supe que debía volver. A buscar los principios donde dejé mis finales. A romper candados. A descubrir dónde van a parar los patos de Central Park cuando el lago se congela.
Compré un billete de ida, tres semanas de tiempo y un lugar donde encontrarme. En mi maleta Lorca, Auster y Salinger, mi cámara de fotos, un mapa doblado en cuatro partes y un final por escribir.